Este año, como nunca, la cuestión
habitacional ha ocupado un lugar central en mi vida. No sé si sea cosa de eso
que llaman “crecer” o más bien una necesidad inconsciente (o a lo mejor
consciente) de generar arraigo, de tener un piso sobre el cual aterrizar mi
personalidad más bien tendiente a la dispersión y la vagancia. Sí, la
flexibilidad para moverse tiene sus ventajas pero también puede ser agotadora. Podría
decirse que estos años en Buenos Aires han sido marcados por el movimiento. He cargado
mi maleta más veces para mudarme que para conocer alguna otra ciudad. Y no es
que lo segundo haya ocurrido necesariamente poco, sino más bien que lo primero ha
sido demasiado recurrente. Me mudé tantas veces, que aquel tango de Alberto
Castillo, “los cien barrios porteños” se convirtió casi en un himno.
La cuestión habitacional pocas veces ocupa un lugar central en la agenda de los grandes medios, funcionarios de gobierno y de los partidos políticos, incluyendo los de izquierda. Las políticas de vivienda social pocas veces son suficientes o no logran resolver de forma integral la cuestión habitacional. En muchos casos, la solución para algunas familias llegará por la mano “bondadosa” de alguna empresa o una ONG. En el caso de la izquierda, como bien dice Harvey, no le ha sido fácil entender la cuestión urbana en particular, y el ámbito de reproducción social en general, como un escenario más de la lucha de clases.
Para los sectores con mayor poder adquisitivo, personas asalariadas y/o clase media, las posibilidades varían entre alejarse de los centros, hacinarse en monoambientes de 25 metros cuadrados, u optar por una deuda de 20 a 25 años, si cumple los criterios. Parece que la cuestión habitacional es un terreno en que el mercado se impuso de tal manera que términos como gentrificación, desalojo, especulación inmobiliaria, se volvieron para nuestra generación demasiado comunes.
Cuentan que el poeta griego Constantino Kavafis vivió toda su vida en la misma calle, y desde ahí escribió hermosos versos dedicados a la ciudad, ¿habrá lugar para los o las Kavafis de nuestro tiempo? ¿O serán estos y estas tarde o temprano expulsadas para en esa calle construir una torre? ¿Será que a nuestra generación la permanencia nos aparece negada? Hoy, ya no solo se trata del poder o no comprar una casa, sino incluso de poder alquilarla. Además, la noción tradicional de barrio va quedando desplazada por la de consorcio o edificio, o arrastrada a la marginalidad, a lo “viejo”. Los espacios comunitarios, por su parte, viven como nunca una crisis por sobrevivir y en su lugar las ciudades se llenan de centros comerciales que se transforman en el nuevo lugar de encuentro, fuera de la pluralidad de lo público, fuera de lo democrático y autónomo de lo comunitario.
En mi caso, el problema de las casas adquiere su complejidad en estos elementos expuestos, a los cuales se añade el ser migrante, mi clásica mala suerte y mi aparente facilidad para tomar malas decisiones. Eso sí, me quedan claras al menos dos lecciones de todo esto. La primera, es que la respuesta a este escenario es siempre colectiva. Donde hay una ofensiva contra la comunidad, hay que anteponer más comunidad, donde hay un esfuerzo por aislarnos, hay que estar más juntos y juntas. La segunda, es que la economía, como bien dice mi amiga Taty, es una ciencia social, sino es que humanista, lo mismo que la geografía. Caso contrario, sería imposible explicar por qué cada vez que pensamos en la especulación inmobiliaria el estómago duele tanto, como si se tratara de una gastritis.
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