Limpiando mi cuarto me encontré con una libreta en la que apunté mis objetivos para este año. Como seguro le pasa a mucha gente, la mayoría de ellos no se han cumplido y difícilmente se cumplirán en los meses que quedan. Creo que tranquilamente podría armar una lista de proyectos incompletos, aunque si algo he aprendido es que los proyectos no hay que darlos por muertos, siempre que existan como posibilidad pueden volver y materializarse en otro momento de la vida, aunque seguramente nuestra mirada sobre ellos será otra para entonces.
Cada cuanto mi familia y mis amigos me preguntan por mi tesis de maestría. Son de esas preguntas incómodas, esas que preferís que no te hagan. Sin duda ese es el “gran proyecto” que no concreté durante 2017. Debo aclarar que no ha sido por falta de voluntad, muchas veces preparo los apuntes, abro la hoja de Word y hasta comienzo con las lecturas, pero de pronto sucede algo que se interpone, recuerdo que debo ir al supermercado, Netflix (el peor enemigo de los tesistas) saca la nueva temporada de alguna serie, se me ocurre la idea para un poema, una columna o un ensayo, me regalan un buen libro, veo por casualidad un artículo interesante en Internet, me entero de alguna movida política o cultural o simplemente caigo dormido porque trabajar y estudiar ya no me resulta tan fácil como antes. Está claro, en esta ciudad, en este mundo, no distraerse es casi imposible.
Hace unos días me encontré con una nota que intentaba explicar por qué Jorge Luis Borges nunca escribió (o al menos nunca publicó) una novela. Sobre esto existen variadas versiones, una de ellas, la que me parece más lógica, es que Borges no encontraba satisfacción en escribir novelas, pues consideraba que en textos más breves se podía expresar una misma idea. Otra, dice que el propio Borges adjudicó esto a su holgazanería y delicadeza en trabajar los textos.
No sé cuál de estas sea la verdadera razón por la que Borges no escribió ninguna novela, pero no pude evitar identificarme, sobre todo con el tema de la extensión. Siempre he tenido dificultades para dedicarle mucho tiempo a una misma cosa. Por eso no funciono para las jornadas laborales, ocho horas diarias en el mismo tema me parecen una pérdida de tiempo. Soy lo que en el lenguaje popular se conoce como una persona dispersa, aunque en esos breves espacios que le dedico a algo soy bastante obsesivo e intenso.
Curiosamente, en el último tiempo parece que esta característica, otrora asociada a una persona irresponsable, de poca confianza y hasta torpe, ha comenzado a revalorizarse, y ahora se asocia a la “creatividad”. En uno de sus poemas más hermosos, Horacio Constantini escribe “Han de saber/que cuando en la oficina no hay trabajo/yo trabajo/sudo tinta/ando detrás de pájaros azúles/me meto en grandes líos con los sueños”. En mi caso, he intentado emular esto en mis ratos de dispersión o aburrimiento. Es decir, dado que no puedo evitar distraerme he optado por intentar controlar hacia qué me distraigo. Es aquí donde creo que sacarle provecho a la dispersión también es un arte. Todo esto con la tranquilidad de, como dice mi amigo Nacho, colega en el arte de la dispersión, al final la tendencia es que las cosas siempre salgan bien.
Seguramente, apreciable lector o lectora, si llegaron a este post, ustedes me entienden.
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